Un encuentro de sangre

Coia Valls una novelista hija de Reus me escribió hace un par de meses para explicarme que había escrito una nueva novela titulada “El legado de las cenizas”, una novela histórica que transcurre en el siglo XIV .

Me explicó que dentro de la historia se hace un pequeño homenaje a su abuelo, Josep Altés, “voilà” aquí tenemos el vínculo, su abuelo se llama igual que yo, que mis antepasados ​​y que una mayoría de la gente de mi pueblo, Batea. Qué importante y necesario es reconocer y saber de dónde venimos y dónde habitan nuestras raíces, allí donde todo radica y nos mantiene firmes y vigorosas.

Coia continúa su correo compartiendo conmigo un capítulo, el 27, dónde la protagonista tiene un viejo encuentro con la viña. Ya véis, una serie de cosas bonitas que nos unen y que nos encanta compartir con todas vosotras.

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Capítulo 27

Perderse. Rodear con el cuerpo y el espíritu antes de hacer frente a la realidad. Poner los pies en el suelo después de esa noche de amor y de deseo. Alexia necesitaba un paréntesis para reponerse. Sitges, de nuevo! En esta villa había tenido lugar su primer encuentro amoroso con Abelardo; sólo eran dos criaturas. Días más tarde fue cuando tomó conciencia de haber cometido un incesto. Quizás descubrirlo precipitó la muerte de su madre. De lo que no tenía ninguna duda era del infierno en el que le había sumido la noticia.

¡Cuántos momentos grabados a fuego! Durante unos segundos estuvo tentada a recorrer las cicatrices que le había dejado el pasado, a explorar memoria, incertidumbre, pérdida… Pero lo rechazó con contundencia. Echó un vistazo al castillo de Campdàsens; dónde se habían alojado hace nueve años. Después miró atrás hacia el Hospital de Sant Joan Baptista, que acogía a enfermos, peregrinos y mendigos. Tampoco aquél era su objetivo en estos momentos. Alexia Miravall ansiaba, con todas sus fuerzas, el encuentro con la viña, pero hizo falta tenerla muy cerca para tomar conciencia de la nueva realidad.

¿Por qué no había dedicado un solo momento a pensar que no iba a pasear en medio de pámpulos? Habían hecho parte del trayecto de noche y la cabeza le hervía con tantas cosas agolpándose… Faltaban pocos días para San José y el panorama de aquellos campos le pareció desolador. Delante suyo hileras de cepas se retorcían bajo la nula influencia de un sol tímido que se afanaba en asomarse. Aquellas cepas leñosas con ramas atornilladas tomaban una apariencia siniestra. La joven caminó torpemente entre los grumos pastosos de la tierra labrada y le cayó el alma a los pies; sin duda había llegado tarde. Pero entonces, si era así, ¿por qué alguien se habría tomado la molestia de desbrozar la tierra?

Un estorbo derrochando la silueta de una de las cepas le rompió las oraciones. Se acercó con cierta cautela hasta descubrir que se trataba de un nido. Un nido pequeño, construido con paja y ramitas y reposando entre el ángulo que formaban dos de las ramas. Estaba vacío. Paseó la mirada por si descubría un rastro de vida y, entonces, la vio: Una gota se deslizaba en trémula suspensión. Se le hizo extraño y examinó una nueva rama. En cada amputación de la planta le chorreaba una.

- El viñedo llora, señora. Pero no tenga pena, así debe ser.
Alexia se sobresaltó al escuchar esas palabras casi al oído. Al girarse, un hombre alto, fornido, de piel colorada y con unos escardillos en la mano, le sonreía amablemente.
- Lo siento, no he querido asustarla. No parece del pueblo. ¿En qué puedo servirla?
- Miraba…
Alexia no supo encontrar las palabras. La imagen que aquel desconocido le había puesto al alcance la desquició bastante.
- ¿Y dice que llora? -añadió.
- Así es. Todo parecía parado, ¿no? Lo he visto cientos de veces y cada vez es como un milagro. Al llegar el buen tiempo, el calor despierta desde sus raíces la vitalidad de la viña. Se lo oí decir muchas veces a papá, pero las primeras gotas de savia abriendo paso a los nuevos brotes siempre te carga de esperanza. Debe pensar que soy un gamberro, no me lo tenga en cuenta. Es que os he visto tan concentrada…

- Nada que disculpar. Ya entiendo que ama el viñedo.
- Es muy agradecida, si la tratas bien. Requiere mucha dedicación y escuchar la voz del tiempo y de las cepas. Pero, ¿y a usted, qué se le ha perdido por estas tierras?
- Pues puede que me pueda ayudar en mi propósito. ¿No conocerá, acaso, a Joan Ribes?

El campesino frunció la nariz y, antes de darle respuesta, la miró de arriba abajo. Al volver a dirigirse a ella el tono de la voz ya no era lo mismo.

- ¿Puedo saber quién lo pide?
- El ama de estos viñedos, de hecho.
- ¿Cómo decís?
- ¿Lo conocía entonces?

El hombre pareció negarse con la cabeza y, a continuación, bajó la mirada como quien se avergüenza de algo que ha hecho o ha dejado de hacer. Alexia tenía la sensación de que podía dar respuesta a alguna de sus preguntas.

- El pobre Juan fue de los primeros en caer.
- Sí, esto me han dicho en el albergue, pero…
- Claro, se pregunta cuál es mi papel. En realidad no tengo ningún derecho a hacer lo que hago.


El hombre se llevó las manos al riñonado y enderezó la espalda. Llevaba unas alpargatas a retalón, los pantalones gastados y balderos y una camisa larga atada con un cordel en la cintura. Sus ojos pequeños, limpios de pestañas y del color del barro, se pasearon por encima de ese espacio como quien se despide. Luego fue relatando lo sucedido. Iba y volvía sin dar demasiada importancia al orden cronológico de los acontecimientos. Acompañaba cada suceso de un rito de estremecimiento o de alegría según conviniera a su recuerdo.

- En los primeros meses nadie pensaba en nada que no fuera burlar la muerte. Pero, al llegar el otoño y ver que no había quien se hiciera cargo de la vendimia… Pues primero uno, después el otro, fuimos cosechando las uvas. Poco y raquítico después de un año de abandono. No nos pidieron cuentas. Ni burro ni bestia nos dijeron. Ribes estaba muy reservado e iba a lo suyo, sólo sabíamos que trabajaba para un mercader de Barcelona.

- Abelardo Miravall, mi hermano.

Primero con cierta tensión y después con más fluidez Josepó, de Can Jou, y Alexia fueron compartiendo recuerdos y quién sabe si trenzando futuros. Cuando las campanas de la iglesia de la villa anunciaron el ángelus ambos juntaron las manos y musitaron una breve oración. Aquella campana no sólo había señalado que se iniciaba la tarde, también les había hecho sentir cercanos, como si hubiera contribuido a la firma de un contrato entre dos personas de buen corazón.

En la última campanada, la figura de Abdalá se recortó contra el cielo plumboso. Extrañado por no tener noticias de su señora había decidido ir a buscarla. Alexia le recibió complacida.

- Nos alojamos en el hostal y éste es Abdalá, un buen esclavo. ¿Por qué no nos acompañáis? Mientras comemos podemos seguir la conversación.
- Gracias, pero no puedo aceptarlo. Yo…
- ¡Por supuesto que sí! ¿Te gustaría seguir trabajando mis tierras, verdad?
- Nada me satisfaría más.
- Pues deberemos establecer los términos del contrato.

Las palabras de Alexia Miravall iban acompañadas de una sonrisa amable y un sincero convite. Los tres regresaron al hostal y, en aquella ocasión, tanto Romia como Abdalá, comieron en las cocinas.

- En las tierras de abajo, también me ha parecido ver viña. Pero la hierba es muy alta y no sé a ciencia cierta.
- Están abandonadas. Son muy buenas, no crea.
- ¿Entonces?
- Los dueños marcharon hacia el interior al desatar la enfermedad. Todo el mundo que tenía la posibilidad de hacerlo, se iba. No hemos sabido otra cosa.
- Quisiera comprarlas.
- Pero, usted lo ha visto, eso es una masía perdida.
- Cierto pero os he escuchado decir que son buenas tierras. Os voy a ser franca, quiero seguir con el negocio que inició mi hermano. ¡Quiero producir la mejor malvasía!

El campesino dibujó una media carcajada sin tomársela muy en serio.

- ¿Está segura de esto que dice, Señora? una cosa es quitarse un jornal y otra muy distinta lo que usted propone.

- No tengo ninguna duda. ¿Qué necesitamos?
- De la viña de abajo, olvídese, de momento. No lleguemos a tiempo para la poda.
- ¡Puedo contratar a hombres!
- No se trata sólo de eso, como diría…

Josep Altés le explicó lo mejor que supo en qué consistía ese contacto íntimo con la vid. Le intentó transmitir el amor por la viña como paso imprescindible para aventurarse en esa empresa que le proponía.

- Para podar las cepas es necesario conocerlas a fondo. Hay que estar acostumbrado a oír su latido. Podar es el primer paso de todos. Al hacerlo escogemos qué vino queremos. ¡Es cuando todo empieza! ¿Entiende por qué no se puede hacer de cualquier manera? Mi abuelo decía que, además de experiencia, debía tenerse mucha mano izquierda. ¿Qué sarmiento podamos, qué forma le damos? Hay muchas decisiones que tomar y todas importantes. He visto viñedos que se han hecho viejos demasiado pronto.

- Por una mala poda, ¿quiere decir?
- Todo tiene que ver. Las heridas deben ser las justas, si son demasiado grandes podrían entrar enfermedades. Y tampoco podemos olvidarnos de la luna. ¡Se haría cruces de su influencia en la calidad del vino! Es… es todo un mundo, mi mundo. Usted es de ciudad, no querría aburriros.
- Soy yo quien le ha pedido que me hable. Os digo que estoy muy interesada en este tema. Continúe, por favor.

Fue cuando Josepón le explicó que era importante podar las cepas con luna descendente, aquellos días en que la luna está en el punto más alejado de la tierra y se va acercando a ella. Del aprovechamiento de los sarmientos de poda para calentar los hogares en invierno. De mirar el cielo, que nos da muchas pistas de cómo y cuándo trabajar la tierra. Cavarla a inicios de abril por si fuera el caso de una helada tardía. De no hacerlo muy hondo cerca de las cepas para no cortarles las raíces, y siempre con arpiots. Le explicó cada herramienta que utilizaba: la azada para herbear, el barro por esas puntas que son de mal cavar.
A Alexia Miravall se le abrió todo un universo ante los ojos. Pensó que el ciclo de la viña no era tan diferente al de la vida, pero esto no lo compartió con Josepó de cal Jou. Con él fue tomando nota de todo lo necesario para hacer avanzar el proyecto. El dinero no era problema, pero ¿de dónde sacaban las manos?

- Mucha gente se ha ido a vivir a Barcelona. Gente de tierra. Y la gente del mar, también. Allí la playa está vigilada, mientras que aquí corsarios y piratas van al ancho. No hay manos, Señora.

Aquella expresión tantas veces repetida llegó a oídos de Alexia como una bofetada.

- ¿Y las mujeres?
- ¿Qué quiere decir?
- No podrían ayudar, aprender…
- ¿Ha escuchado lo que os he dicho, Señora?
- ¡Sí, por supuesto! Justamente por eso se lo propongo. ¿Quién mejor que ellas saben qué mal tienen las criaturas antes de que aprendan a hablar? ¿Quién conoce mejor sus hierbas, sus propiedades? ¿Quiénes sino ellas van de la mano con las fases de la luna cada mes de su vida, para concebir, para parir?

El campesino no supo ver la relación entre todo lo que exponía su nuevo ama y el trabajo con la viña. Pero Alexia tomó buena nota. Seguro que las mujeres tendrían un papel en la elaboración de su malvasía. Ahora no era oportuno insistir en el tema, era plenamente consciente de ello. Lo estudiaría y haría las consultas necesarias.

Por la tarde iría al pueblo con el campesino. Visitarían a unos conocidos que podrían estar interesados. Sin embargo, pasarían por el hospital de Sant Joan Baptista, quien sabe si entre los peregrinos…

Antes de volver al hostal se sentó en un pedrisco cercano con la intención de echar un último vistazo a aquel paisaje en construcción permanente. Josepó siguió con los "arpiots", pero de repente emitió una especie de silbato sordo que repitió dos veces más. Mientras lo hacía, se quitó un recorte de ropa de la faja y escrutó su interior. Entonces, con cuidado de no perder el misterioso contenido, se acercó al muro de piedra seca y dobló el espinazo. Alexia tuvo que dar unos pasos adelante, protegida por las ramas de un viejo algarrobo y ahuyentó la vista para no perderse detalle. Unos instantes después, un lagarto de más de un palmo apareció entre las piedras. Era de color verde amarillento, tenía el cuerpo robusto y la cabeza grande y ancha. Josepó hizo un gesto con la mano indicándole que ocupara su hombro derecho y el animal lo hizo diligente. Un segundo más tarde abría la boca a la espera de zamparse el desayuno que el campesino le iba dispensando con cara de satisfacción. Acompañando ese tipo de ritual, Alexia intuyó unas palabras que no fue capaz de descifrar.

El legado de las cenizas, Coia Valls.